
Por Frida Rebollar.
El ritmo de vida actual ha llevado a muchas personas a comer en solitario, ya sea por falta de tiempo, por cambios en la estructura familiar o por costumbres adquiridas. Sin embargo, esta práctica puede tener efectos negativos en la salud física y emocional.
Según un estudio de la Fundación Mapfre y el Instituto de Alimentación y Sociedad de la Universidad CEU San Pablo, un 23 % de los adultos en España comen o cenan solos de manera habitual. A su vez, ha disminuido considerablemente el porcentaje de personas que conversan mientras comen, reemplazando este hábito con el uso del móvil o la televisión.
Las consecuencias de esta tendencia no son menores. Investigaciones de la Universidad de Cambridge revelan que las personas mayores de 50 años que viven solas tienden a consumir menos vegetales y tienen una dieta de menor calidad. Además, el aislamiento social está vinculado a mayores niveles de estrés y ansiedad, e incluso a un impacto en la salud comparable al de fumar 15 cigarrillos diarios.
No obstante, hay quienes eligen conscientemente comer en solitario como una experiencia de disfrute personal. La diferencia radica en si la soledad es impuesta o voluntaria. Disfrutar de una comida a solas en un ambiente agradable, prestando atención a los alimentos y a las sensaciones que estos generan, puede ser una práctica positiva. En cambio, cuando la soledad es consecuencia de la falta de vínculos sociales, puede tener un impacto negativo en la salud física y emocional.
Comer no es solo alimentarse, es también una expresión cultural y un acto de conexión humana. Incorporar el hábito de compartir la mesa puede mejorar la calidad de vida, promover una alimentación saludable y fortalecer los lazos personales. La comida, en definitiva, sabe mejor cuando se disfruta en buena compañía.